La ley prevé soluciones: indulto (Ministerio de Justicia) o solicitud al Juzgado de Vigilancia Penitenciaria, apoyándose en razones de peso. En este caso, en primer lugar la razón es humanitaria: una persona de 61 años, que sufre enfermedades y estado de salud decrépito (cáncer), está en prisión. En segundo lugar, ha cometido varios delitos que son menores, gran parte grado de tentativa, ningún delito grave o de sangre y sin repercusión social o mediática. Tercero, sumando el tiempo total privado de libertad, supera “el que cumple un etarra”.
Hay que valorarlo minuciosamente. La misión de la pena en nuestro código penal es “la reinserción en la sociedad del delicuente”. Si se acredita que ha pagado por lo que ha hecho, que no es un sociópata, que no es un peligro para la sociedad su puesta en libertad y que no existe riesgo de volver a delinquir, debe ser indultado o concederle un privilegio en el cumplimiento de las penas pendientes. Si la privación de libertad ha cumplido su misión, “la reinserción” ya carece de sentido mantenerla. El profesional y el ciudadano deben sentir que el sistema funciona para creer en él. Tener a una persona en prisión de estas características es tan grave como tener en libertad otra cuya reinserción no es viable, pero sí ha cumplido su pena. Cuando la Ley se aplica mecánicamente, con cálculos matemáticos, sin tener en cuenta valores, evolución o su propia finalidad o esencia, yo hablo del “fracaso del sistema” por deshumanización. Si a esto unimos la desproporcionalidad de la penas en el Código Penal vigente (delitos menores con penas elevadas, delitos graves con penas de poca relevancia), hace que al final el resultado no sea el esperado: ejemplarizante, reeducador, reinsertador del individuo, y satisfactorio para la sociedad en general.
*Emilia Zaballos es abogada y directora de Zaballos Abogados.